En la vida pasan cosas. Sin parar. Y eso, curiosamente, es lo único que no cambia: que todo está en constante cambio.
Te pasa a ti. Nos pasa a todos. Nadie está exento de movimiento, altibajos ni tormentas… ni siquiera quienes nos dedicamos a acompañar a otras personas en sus procesos personales, ayudándoles con su gestión emocional.
Pero hay épocas en las que la intensidad y la frecuencia de los desafíos te desbordan, y sientes que todo se te va de las manos. Te invade un agotamiento profundo… y solo deseas bajarte del mundo un rato.
¿Te resulta familiar?
Yo he pasado varias veces por ahí (y las que me quedan…). Estas últimas semanas, por ejemplo, han sido convulsas para mí, y tuve algunos potentes momentos de claridad que me ayudaron a reencontrarme y recolocarme.
Como sabes (si me conoces un poco), suelo usar metáforas para iluminar lo que nos ocurre dentro. Y aquí va una que espero te ayude como me ha ayudado a mi.
Imagina que la vida es una carrera de fondo, un maratón. Hay personas que recorren solo unos pocos kilómetros. Otras los 42 completos. Algunas ni siquiera la empiezan. Y unas pocas viven su carrera como un “Iron”.

La empiezas en tu momento. Y mientras te colocas en la línea de salida, otros ya van por la mitad. La mayoría no sabemos cuántos kilómetros llegaremos a recorrer.
Y aún sin certezas, ni del tiempo, ni de las condiciones, ni de si llegarás al final, decides correr.
Al principio lo haces con ojos brillantes de curiosidad e ilusión… como quien empieza una aventura. Pero con el tiempo dejas de mirar las maravillas del camino y te comienzas a comparar. Miras a quienes corren a tu lado. Y sin darte cuenta, cambias esa mirada abierta e inocente por otra centrada en lo que dicen los demás, en sus juicios, sus expectativas y sus comportamientos.
Te preguntas si lo estás haciendo “bien”, si corres como “deberías”, si eres suficiente o si estás a la altura. Y así, poco a poco, el miedo empieza a tomar el mando en tu carrera.
Sigues corriendo, pero ajustando tu ritmo a lo que ocurre fuera, no a lo que realmente sientes y necesitas. Dejas de confiar. No solo en ti, sino también en que exista avituallamiento. Y, cuando aparece, incluso cuestionas si serás merecedora de él.
Quizás te convences de que debes seguir corriendo sola, porque pedir ayuda ha empezado a suponer un signo de debilidad. Y no la pides… a menos que estés al borde del colapso. Pero es en esos momentos límite en los que sacas el coraje, y optas por mantenerte en la carrera a toda costa, prefiriendo sentirte poco valiosa y débil, antes que abandonar y arrojar la toalla. Aunque, cuando pasa todo, regreses a tu soledad.
O quizás ocurre al contrario: crees que no puedes sola, y te apegas a quien pase cerca, aunque no vaya a tu ritmo ni resuene contigo.
Y sigues. Sigues corriendo. A veces culpando al exterior: al terreno, al clima, al que corre al lado… incluso a quienes organizaron esta carrera.
Pero, un día ocurre algo y comienza una sensación que se hace hueco dentro de ti. Quizás es una certeza, amable pero firme, que te atraviesa. Algunas personas la sienten pronto. Otras, justo antes del final de la carrera. Y otras… nunca se detienen a escucharla.
Quizás tú sí decides prestarle atención. Es entonces cuando comienza un dolor muy profundo y devastador, porque entiendes que son tus propias decisiones las que siempre han marcado tu manera de correr.
Que las heridas, las ampollas o las caídas no son castigos, sino señales que te muestran qué tipo de calzado precisas, cómo puedes ajustar el paso a tus necesidades o cuándo es momento de parar y tomar aliento.
Que puedes detenerte a disfrutar del paisaje. Y no pasa nada.
Que va a haber días fríos, lluviosos e incómodos. Incluso también otros de un sol tan anhelado, que finalmente te llega a molestar. Entenderás que como sean los días está fuera de tu control. Y que no es el clima, sino cómo te preparas para convivir con él.
Porque esta carrera maratoniana a la que llamamos vida no va solo de llegar a la meta. Claro que esto puede ser motivador… pero es un momento que dura tan sólo unos minutos.
Lo que realmente importa es cómo la viviste. Que puedas mirar atrás con una sonrisa emocionada y los ojos bañados de lágrimas, y reconozcas los detalles, lo que disfrutaste, todos los aprendizajes que adquiriste después de los momentos de dolor, lo que sumaste y aportaste, las personas con las que coincidiste durante tramos y las que se fueron.

Y, sobre todo, que descubras por fin que, durante todo el camino, sólo hubo una persona que estuvo siempre y en todo momento contigo acompañándote: TÚ. Aunque a veces no te percataras de ello, ni le prestaras atención. Pero de esto también se aprende, ¿verdad?
Quizás, si esa claridad llega antes de que sea demasiado tarde y te animas a mirarla de frente, desaparezca el miedo, y puedas ver que todo lo que ocurrió tuvo un propósito: acercarte a la persona que estás llamada a ser, a tu mejor YO. Esa persona que puede aportar lo mejor de sí misma a los que la rodean.
Y tal vez, solo tal vez, tu maratón comience a tener sentido. Cuando te des el permiso de mirarte, de volver a ti, y te abraces justo donde estás, sabiendo que este también es un buen momento para volver a comenzar.
